Mis queridas maestras

Cumplo este año los 34 de dedicación a la docencia y, desde el principio, he estado aprendiendo de maestras con las que he tenido la suerte de trabajar. Ellas me han enseñando todo lo que sé de esta profesión y todo lo que ahora soy en ella que es, ni más ni menos, que maestro, ahora que casi puedo considerarme como tal.

Mi primer destino fue en Mallorca y no tenía ni idea de cómo desenvolverme en clase; fueron Diana y Teresa, dos estupendas maestras, las que me fueron enseñando a volar y a sobrevivir en un medio que, entonces, como lo ha sido otras muchas veces, era hostil. Con ellas aprendí, sobre todo, la solidaridad entre docentes y di mis primeros pasos en equipos de trabajo.


Mi segundo destino fue la educación de personas adultas (EPA) y, a medida que fue consolidándose el programa (y que la P de permanente fue reivindicándose como P de personas), fueron incorporándose al equipo de trabajo mujeres maestras que me aportaron mucho; la mayoría eran mujeres porque los contratos municipales eran parciales y mal remunerados, pero ellas eran creativas y comprometidas y supieron poner todo de su parte, y todo quiere decir mucho más de lo que estaban obligadas por su sueldo y por el reconocimiento institucional de sus contratantes. Primero fueron Rosa, que el primer año me enseñó a trabajar con adultos y, sobre todo, con adultas (mayoritarias ellas), y Merche, que se trasladó pronto, pero todavía conservamos un vínculo casi familiar. A la vez, Ana y su talento natural para enseñar sin ser maestra, y Lucía, la luchadora, que todavía sigue en el oficio y en la vida contra viento y marea; ellas me enseñaron a bregar con las instituciones locales. Llegamos a juntarnos un equipo de veintitantas mujeres maestras en la comarca de Calatayud, y nunca he trabajado tan a gusto. Quiero nombrar a algunas, a las que más me aportaron (algunas me aportan todavía) y a las que guardo un cariño muy especial porque me enseñaron dedicación, esfuerzo y compromiso: Reyes, que se fue con su alegría a la muerte; Lucrecia, que sigue haciendo grandes cosas en otros ámbitos educativos; Marisol, que trajo aires diferentes; Mercedes, que recibió incomprensión a cambio de entrega; una Jose, entonces y ahora lectora; otra Jose, implicada con el desarrollo rural y ahí sigue, lo mismo que Consuelo; Nati, entonces más radical que ahora; Conchita, todo para el pueblo pero con el pueblo y en eso continua, jubilada y entusiasta; Begoña, valiente entonces y siempre... Cuánto aprendí esos años en aquel equipo donde me consideraba una más (y espero que ellas también lo pensasen, pese a que me tocó coordinarlo) y en el que crecí como maestro y como persona, porque, no es que hubiera buen rollo, es que conseguimos construir un lazo afectivo muy fuerte a partir de una relación meramente laboral y nos seguimos queriendo aunque la precariedad de sus contratos hizo que todas, menos dos que siguen en el oficio de las personas adultas, se dispersaran buscando mejores oportunidades.

En mi primera época dentro de la formación del profesorado, me integré en un equipo totalmente nuevo, dirigido por María José, todo un ejemplo de cómo se desempeña la función directiva; un equipo, y enfatizo la palabra, eminentemente femenino y donde conviví, más que trabajé, con mis Pilares y Elena. De ellas aprendí tanto que no me imagino cómo habría sido mi vida profesional sin su intervención: conocí la educación infantil, la educación especial y, sobre todo, reforcé mi capacitación para trabajar en un equipo donde la complementariedad entre sus integrantes era seña de identidad. Los traslados en esta profesión deshacen equipos y ese primer CPR de Calatayud se dispersó en parte, como tantos, aunque se incorporó otra Pilar con la que volvimos a construir experiencias educativas muy enriquecedoras: aprendí tanto, trabajábamos tan bien mis dos Pilares y yo que la considero como mi época más fecunda profesionalmente y me siguió madurando personalmente, de hecho quienes me conozcan de ponencias y charlas, saben que muchas veces hablo de mis Pilares, refiriéndome a ellas. También llegó Piedad, que supo acompañarme en la tristeza de mi despedida.

Necesitado de reencontrarme con las aulas me fui al IES Zaurín, para un año y la posibilidad de continuar otro más, siempre dije, medio en broma medio en serio, que llegué por una mujer y que me reenganché por otra. Allí conocí a otras mujeres maestras (me gusta más que profesoras) que me siguieron enseñando: a Gema, mi primera jefa de departamento que me enseño su lucha por la equidad y todo lo que sé sobre orientación educativa; a María, mi jefa de departamento el segundo año, todo un ejemplo de cómo construirse a si misma desde la inseguridad al empoderamiento, y a Isabel, capaz de dar toda la ternura del mundo a los "peores" alumnos y alumnas del centro.

Ahora he vuelto a la formación del profesorado y hago repaso de toda mi trayectoria docente enriquecida por la cercanía profesional y personal de todas esas mujeres maestras y de otras muchas que, pese a que no he llegado a trabajar con ellas, sigo su desarrollo escolar tan de cerca como lo permiten las redes sociales y me enseñan cada día. Soy así en este oficio porque he aprendido de ellas y con ellas; soy así, porque además de aprender de esas maestras profesionales y grandes mujeres me dejé enseñar por otras muchas no profesionales y grandes mujeres: mi madre, mi abuela, tres o cuatro compañeras sindicalistas, otras tantas militantes feministas y una o dos políticas, amigas sin más (ni menos). Orgulloso de haberos conocido y siempre agradecido espero seguir aprendiendo de vosotras, mis queridas maestras.

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